LOS DESHEREDADOS

LOS DESHEREDADOS




Llegué corriendo al semáforo temiendo que al saltar para cruzar la calzada, se me torciera un tobillo, y cayera de bruces como ya me había ocurrido en varias ocasiones. Consciente de ello, aminoré la marcha; entonces sentí que me asían un brazo; esto me provocó un cierto desequilibrio puesto que di un respingo de sorpresa y temor.
Pasado este primer momento, giré la cabeza para averiguar quién me sujetaba con entereza pero sin dañarme. Ante mí apareció un vagabundo de cabello canoso, mejillas enflaquecidas y encías algo despobladas. Sin embargo, su mirada era suave y profunda.


Sabía de la existencia de un pasadizo no lejos de allí, en el que se protegían los “sin techo” y pasaban la noche entre colchones, mantas viejas, y cartones. También sabía que mucha gente evitaba este tipo de pasadizos por repugnancia  y miedo. Existían leyendas en las que, estos desahuciados de la sociedad poseían un carácter violento y agredían a los transeúntes, por lo que se prefería dar un rodeo antes que cruzarse con estas personas.

Mi vagabundo me pidió algo para comer y yo, fiel a mis directrices personales, busqué con los ojos el bar más cercano; me lo llevé allí y le compré un bocadillo y una botella de agua; caminaba despacio a mi lado, aunque un poco separado, como si quisiera evitar que me relacionasen con él. Cogió sus provisiones y me miró con unos ojos llenos de agradecimiento; se despidió muy educado y se alejó.

Yo me quedé en la acera sin saber muy bien qué hacer. Toda la prisa que llevaba, de repente se desvaneció, y comencé a caminar con lentitud. Conocía muchas historias de las personas que vivían en la calle, pero nunca ningún vagabundo me había tratado con tal delicadeza y educación.

Varias mañanas de camino al trabajo, pasaba por el mismo lugar con una casi insana esperanza de ver al mismo vagabundo. No fue sino algunos días después cuando lo vi caminando con las manos a la espalda y mirando hacia arriba. Esperé a que llegase a mi altura para ver si reaccionaría a mi presencia, y claro que lo hizo. Éste fue el día del inicio de una amistad inesperada y encantadora. Yo procuraba llegar un poco más temprano para no llegar tarde al trabajo; le llevaba algo para comer y beber, y hablábamos durante un rato.

Mauro me descubrió este submundo al que se llega sin querer y del que difícilmente se sale, aun queriendo. Fue muy curioso descubrir que entre ellos existían prácticamente las mismas reglas de convivencia que en la sociedad no pordiosera. La propiedad privada era sagrada, incluso tratándose de algunos cartones, una manta o un colchón. Las mujeres tenían pocas posibilidades de sobrevivir individualmente, sin una pareja que las protegiese, aunque también las había solas.

Y poco a poco fui conociendo las razones por las que se llega a tales condiciones de vida. No basta con querer ser honesto y trabajador, a veces hay circunstancias que se imponen y no se puede luchar contra ellas. Unas veces son las drogas, otras el alcohol, y otras la propia familia que sin queriendo, te empuja a la ruina.

Desde los esquizofrénicos que, víctimas de sus visiones, o de sus manías persecutorias, prefieren vivir libres en la calle antes que verse en un asilo, un hospital o en casa; hasta los que intentaron mantenerse dentro de la sociedad y no lo consiguieron. “Porque, señorita –me decía- ¿Qué se puede hacer cuando ves que tu casa es invadida por personas que se acomodan a recibir?. Uno puede trabajar y trabajar, pero no puede abrir el cerebro de las personas para que comprendan. Yo he oído hablar mucho de los vampiros, y me gustaban sus historias, pero existen vampiros peores, que son los que se aferran a la sopa boba. Uno no puede agotar su propia sangre para que otros vampiros vengar a succionarle lo poco que te queda, y te obliguen a vivir al margen de tu propia familia, y tu propia casa. Uno no puede ver cómo sus hijos no salen adelante porque los vampiros los rodean y les limitan los movimientos. Y de tanto succionar, un día te das cuenta de que ya no tienes casa ni familia, y que lo único que te queda son las calles y la voluntad de las buenas personas que se prestan a ayudar”.

A veces desaparecía y no volvía hasta algunos días después; en aquellas ocasiones parecía más cansado de lo habitual, pero mantenía permanentemente su sonrisa desdentada. Mauro no tenía ningún aliciente para sobrepasar la situación en la que vivía, a pesar de la dureza de los inviernos o del calor de los veranos. Deseaba ver a sus hijos bien situados, a su mujer libre de trabas, pero sabía que ya no les podría ofrecer ayuda alguna. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero –decía-, había fracasado. Sin embargo, estaba contento porque había encontrado a una amiga. También se entristecía porque él se había convertido en otro vampiro extrayendo su sustento de las personas de buena voluntad.

Otro día, se emocionó porque le regalé un traje viejo de mi hermano. Al día siguiente apareció mostrando sus encías huérfanas en una amplia sonrisa; mientras conversábamos, me confesó que le había costado mucho protegerlo, que no se lo robaran. Me preocupé por él, pero sabía que se defendería. Una de las veces que despareció, no regresó. Fui a buscarle como cada día y no apareció. Un mes después no sabía qué le habría ocurrido. Pensé miles de causas para su desaparición: un accidente, una pelea desgraciada… Pregunté a otros mendigos que solían deambular por el mismo lugar, pero ninguno de
ellos supo darme razón alguna.

Ninguna de mis teorías fue confirmada hasta que ya, decidida a no volver a buscarle, apareció otro mendigo que le conocía, y me dijo que Mauro hacía tiempo que estaba muy enfermo; se fue a la casa de socorro y no volvió. Ya no le esperaban de vuelta. Fui a buscarle, y allí me confirmaron que, en efecto había ingresado, pero su mal le había devorado.

Nunca hubiera podido imaginar que me afectaría tanto su desaparición. No pasé nunca más por aquel semáforo en el que le conocí. Parecía que me había abandonado un ángel desheredado cercano a mí. Y aún hoy, años después, le recuerdo como si fuera ayer.

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