La sonrisa congelada. Elvira Martín Isabel

 


La sonrisa surgida en sus labios se congeló mientras sus ojos expresaban la incredulidad, la decepción, la aceptación. La apresuración de su hija por disminuir la importancia de sus viajes. Inconcebible. La alegría atesorada, la ilusión, la impaciencia del relato, la exposición de los lugares soñados, el entusiasmo; todo relegado con un simple “bueno, ya lo sabemos, impresionante que apenas lo descubras”. Su preferida, la que aprendía de él, la que le imitaba, la que exigía, la que se imponía. Desasosiego por la posible coincidencia de que así fuera. IMSERSO. Agencia de viajes de los jubilados, de los mayores según el eufemismo actual en boga; posibilidad de recorrer infinidad de lugares dentro y fuera de España: Roma, Budapest, Mallorca, La Puebla y el lago de Sanabria, Tenerife. Invariablemente la misma reacción a cada regreso.

            Análoga incomprensión en la vertiente contraria. Se preguntaba la razón que la empujaba a menospreciar al padre que, con tanta ilusión, ardía en la impaciencia de compartir, de explicar sus experiencias, sus novedades. Apremio por anular la soberbia contenida en la alegría paterna. Ignorancia de su propia soberbia. Arrogancia juvenil con la imposibilidad del reconocimiento de las hazañas del mayor. Vanidad convertida en superioridad por el  conocimiento directamente recogido de la universidad; soberbia incapaz de gratitud ante los logros de los menos afortunados en el paso por los templos del saber.

            Menosprecio alimentado desde la niñez en paralelo a la admiración. Su padre era el espejo en el que se miraba, la rectitud, la honradez, la sencillez. También encarnación de lo evitable. Obstinación, inmodestia, ínfulas de grandeza, imposición, humillante, severidad, intolerancia. Más tarde, ignorancia. Niñez aupada por el amor, la ternura, la suavidad. Adolescencia marcada por la rectitud, el escarnio, la imposición. Juventud encabezada por la oposición, el enfrentamiento y la querella.

            Intuición de que no llegó sola a tal desenlace. Sospecha de comportamiento inducido, si no voluntariamente, sí indirectamente. Confesiones maternas sobre la dureza del hombre, humillaciones, amenazas. Recuerdos de desprecios hacia el marido en cosas insignificantes como el intento de producción de mosto con un pasapuré, o la confusión entre champú y gel de baño. Seguridad en la desavenencia de los padres, del rencor creciente en la madre, de la desilusión del padre, la pequeñez íntima de la madre, grandeza íntima del padre; deseos de separación de la madre, deseos imposibles del padre. La personalidad y el carácter de la madre perennes, incambiables frente a la seguridad de él, de que su mujer no comprendía nada, de quererla fuerte espiritual, o políticamente, a semejanza de las mujeres de sus compañeros, o de otras alegres y modernas. Ignorancia, indiferencia de él hacia la fortaleza de ella para llevar la casa, para las costuras sin fin convirtiendo lo viejo en nuevo, estirar el ralo sueldo de él; para sobrepasar el miedo ante la adversidad de la policía a la puerta de casa o la obligación de desaparición de objetos comprometedores. Fortaleza para las mudanzas, para la adaptación y cambios de residencias y de vida.

            Esto pensaba la hija mientras paseaba por la Puebla de Sanabria admirando el castillo, la iglesia, las calles empedradas o los gigantes y cabezudos. Pensaba en el padre que sólo después de la jubilación pudo disfrutar de viajes que, de no ser por el IMSERSO, no habría podido disfrutar. Reflejo de tantos jubilados cuya posibilidad de disfrute llegó con la jubilación. Mezcla de ternura, de orgullo y de satisfacción por todo lo conseguido a lo largo de sus vidas. Orgullo y cariño repartidos por igual hacia sus hijos, sus nietos, sus mujeres. Sólo el padre viajaba solo, porque el orgullo herido de la madre, el rencor acumulado, le impedían acompañarlo. Solo el padre debió comprarse una alianza para indicar que, a pesar de viajar solo, lejos de estar viudo, continuaba casado.


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