Hamnet, Maggie O'Farrell

 


            El fin de la Edad Media aportó a Europa la aparición del periodo renacentista humanista. En grandes líneas, la iglesia cristiana y su idea de Dios como única fuente de conocimiento, la sociedad feudal y servil de la agricultura y la ganadería, las enfermedades y la baja esperanza de vida, las grandes guerras e invasiones, la decadencia de los grandes imperios, el arte bizantino, románico o gótico, dieron paso a la aparición de la burguesía y sus culturas, el patrocinio de las artes por las altas clases sociales, el retorno a la tradición greco-romana y al rechazo del dogmatismo cristiano, la reforma luterana, el invento de la imprenta y los grandes descubrimientos con nuevos mercados y nuevas mercancías y alimentos. Este nuevo periodo se llamó El Renacimiento.

            En la nueva era humanista se antepuso la razón y la búsqueda de conocimientos desconocidos durante la Edad Media, pero también el desvelar el alma humana. Renació el ensayo, nuevos géneros literarios como la poesía, el teatro y la novela. A esta época pertenecen, entre otros, Erasmo de Rotterdam, Montaigne, Maquiavelo, Cervantes o Rabelai. Encontramos igualmente a Williams Shakespeare, el poeta y dramaturgo que nos ocupa hoy.

            Con Hamnet entramos de pleno en esta época y poco a poco descubrimos la vida del personaje principal cuyo nombre desconocemos, pues siempre se habla del preceptor de latín, de Él o del marido. Es un personaje no identificado y, sin embargo, no tardaremos en asimilarlo con el nada desconocido Shakespeare pues, en realidad, la autora Maggie O’Farrell, nos relata su vida de manera tan inconfundible, que casi resulta natural el obviar su nombre.

            Todos conocemos la importancia de este escritor en la poesía, pero principalmente en el teatro, no sólo de su época, sino por su envergadura tal, que ha surcado los siglos y ha perpetrado hasta nuestros días sus temas y sus estudios del alma humana, en los que aún estudiamos la magnitud de Hamlet, Otelo, el rey Lear, Macbeth, o Romeo y Julieta.

            En Hamnet, nos desplazamos continuamente del presente al pasado sin que dicha transición cause ninguna sorpresa, por lo que por momentos nos encontramos frente a las historias familiares del preceptor o de Agnes, o a la educación, al desarrollo personal de cada uno de ellos, a la granja y a los trabajos del campo para una, y de la ciudad para el otro. Todo ello sin que se altere el ritmo narrativo, de lectura o de comprensión.

            De entrada, el título de esta novela produce el primer arrobamiento por la similitud de grafía entre Hamnet y Hamlet, lo que de inmediato nos transporta hacia nuestro dramaturgo, su obra y su época. Sin embargo, pronto aprendemos a diferenciarlos y los separamos hasta que en algún momento del relato se produzca de nuevo la similitud.

            Esta novela nos introduce en un universo de elaboración perfecta, de sensibilidad exquisita y de un lenguaje impecable. Maggie O’Farrel se muestra experta en el uso de imágenes claras y precisas dando una visión exacta de la escena:” (…) No hay nadie en la estancia: abajo, ascuas anaranjadas; arriba, suaves espirales de humo. El pulso de las rodillas magulladas se acompasa con los latidos del corazón. Pone una mano en el pestillo de la puerta de las escaleras y levanta la punta de la gastada bota de piel como si fuera a moverse, a echar a correr. Tiene el pelo claro, casi dorado; unos mechones alborotados se levantan por encima de la frente (…)” (p.10). Nos asombramos y sufrimos con el largo parto de los gemelos. El desaliento del niño buscando a alguien para ayudar a su hermana gemela; el amor hacia su hermana, la magia de querer cambiarse por ella e intentar morir en su lugar, los cuidados de Agnes y su desesperación por no poder curar a su hija. Nos horrorizamos con la espantosa aparición del médico, el sufrimiento velado del preceptor,

            Paulatinamente visualizamos Stratford, la ciudad de nuestro preceptor, el mercado, los mercaderes y vecinos, la vida cotidiana en los hogares, como encender las velas, el fuego, cocer el pan, limpiar la casa, el polvo, las alfombras, y una infinidad de tareas que mantienen activos a los moradores y hace habitables los hogares. No nos pasa desapercibida la maldad del padre y su interés por los negocios y los tratos provechosos para él, no siempre honestos.

            Agnes, la mujer del preceptor, fascina con su visión divergente del mundo y de sus habitantes, su fuerte personalidad, su contacto estrecho con la naturaleza, su libertad de comportamiento y facilidad para curar y ayudar a sus vecinos con hierbas y medicinas naturales: “(…) Esa hija mayor tiene mala fama en la región. Dicen que es rara, peculiar, que está chiflada, loca tal vez. (…) ronda a placer por los caminos y por el bosque, sola, recogiendo plantas para hacer pociones extrañas” (p. 39). Este espectro personal le otorga la facilidad de, por ejemplo, vislumbrar la crueldad adyacente en la fabricación de un guante o las cavernas escondidas dentro de la personalidad de su marido: “Piensa en las costuras de un guante, que lo cruzan de arriba abajo, por cada dedo, uniendo la piel que no es la del que se lo pone. Piensa en la forma en que el guante encaja en la mano, la cubre y la contiene. Piensa en las pieles del almacén, arrancadas y estiradas casi —pero no del todo— hasta el extremo de rasgarse o de romperse. Piensa en las herramientas del taller, para cortar y dar forma, para sujetar y pellizcar. Piensa en lo que hay que desechar y robarle al animal para que al guantero le sirva de algo: el corazón, los huesos, el alma, el espíritu, la sangre, las vísceras. Lo único que siempre querrá el guantero es la piel, la capa externa, lo superficial. (p-130).

            Tanto Agnes como el marido, se enfrentan a la muerte como pueden, huyendo o afrontando los hechos, intentando no destruir un matrimonio que les unió de forma tan particular y especial. Ellos mismos se ven enfrentados a los estados de ánimo, a los caracteres que Shakespeare describió tan íntimamente en sus tragedias.

            En definitiva, O’Farrell nos devela una época llena de contrastes, como ocurre con el estado general de dos ciudades tan opuestas como Stratford y Londres. La primera, una ciudad de provincias, aparentemente burguesa, regida por el comercio, y Londres, la gran urbe cosmopolita plagada de contradicciones como la riqueza y la pobreza, la nobleza, la burguesía y el lumpen, la suciedad, las costumbras insanas o las casas insalubres. La medicina nos aparece dividida entre la medicina académica y los remedios caseros; admiramos los avances en las teorías del contagio a través del extraordinario viaje realizado por una pulga desde los confines del mediterráneo hasta llegar a Inglaterra dejando un rastro de peste bubónica durante su periplo.

            La familia de Agnes y el preceptor son dignos representantes de la época. La era isabelina, el siglo de oro inglés aparece como tradicional, convulso y también con ciertos cambios. El preceptor vive largos periodos lejos de su familia, pero se muestra cercano afectivamente, abierto e indulgente, aunque a veces confuso en sí mismo. Agnes es una mujer de su época que como Isabel I -marcada por la violencia, las humillaciones e incluso el desprecio-, consigue trazar un camino en la vida para sí misma y para sus hijos, aun siendo tolerante con su esposo, respetando sus incertidumbres, sus logros y sus fracasos.

            Maggie O’Farrel aprovecha la vida novelada de Shakespeare para tomarnos de la mano y pasearnos por el Renacimiento, el conservadurismo, los avances y acometimientos de un tiempo en plena ebullición

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