CECILIA - GLORIA

 

La fascinación que había sentido hizo que los folios deslizasen de sus manos; a continuación sintió tal desconcierto y sobrecogimiento, que creyó marearse, como si el suelo desapareciera bajo sus pies.

                Estas sensaciones venían dadas por la lectura de una simple historia, un cuento de Emilia Pardo Bazán titulado “Aire”; en él la escritora hablaba de una “loca” interna en un manicomio, pero no era una loca agresiva ni peligrosa, sino una de esas “locas de agua mansa, sin arrebatos, sonrientes, dulces, apacibles en apariencia, presas de “locuras del aire” como lo había sido la Ofelia de Hamlet.

                La pobre chica se había convencido de que no era nadie, solamente aire, sin ni siquiera poseer un cuerpo. Llegó a esta convicción porque su novio la apremiaba para que le entregara lo que ella defendía con tesón, su pureza, su honra. Su acérrima defensa provocó en él una reacción de sumo desprecio, por lo que le dijo que no era nadie, que era más fría que el aire. Cecilia, que así se llamaba la joven, se recluyó en sí misma repitiéndose que no había podido satisfacerle porque sólo era aire.

               Marta dejó que su mente vagase y casi sin darse cuenta se encontró pensando en la sociedad decimonónica en la que, una joven de clase social humilde conocía innumerables obstáculos para mantenerse pura; no faltaban los señoritos pretendientes, conquistadores de sirvientas, modistillas, tenderas o niñeras, a las que no dudaban en abandonar una vez la conquista realizada, o a la que impedían encontrar un camino propio en la vida, ya que a partir de entonces, pasaba a depender de su “dueño”. Como muestra tenemos a Fortunata, seducida y enamorada de Juanito Santa Cruz, casado con Jacinta. Una vez caída en las redes del seductor, Fortunata ya no encontró la forma de reconducir su vida, y cuando pretendía intentarlo, aparecía el señorito Santa Cruz  para impedirlo.

                Cecilia recordaba a Marta su propia adolescencia en la que la confrontación más dura era la de defenderse contra los chicos que no se contentaban con los cortejos galantes sin besos ni tocamientos hasta que, aburridos, decidían probar suerte con otra posible incauta. La segunda confrontación cruenta aparecía en los bailes, defendiéndose de los estrechamientos cuyo objetivo era el del frotamiento. Relaciones impuestas por un estado autoritario e implacable en el que ni unos ni otros encontraban satisfacción. Del mismo modo Cecilia, decidida a defenderse y conservar el respeto social, se vio abocada a la locura.

                No obstante, la conmoción más profunda llegó al hilo de las líneas; las palabras escritas le hicieron visualizar a Gloria, que ella había conocido muy bien. También Gloria, como Cecilia, era costurera y estaba convencida de que no era nadie, de que no comprendía nada y de que no sabía nada. Su rostro se iluminaba con una sonrisa indefinida e inescrutable, cual Mona Lisa en su cuadro. En aquellos momentos era dificultosísimo averiguar si comprendía o no, si aceptaba o no, si había escuchado o no. Sus risas eran estremecedoras pues se veía claramente que reía, si bien su prolongamiento, impedía la diferenciación entre la risa y el llanto, hasta tal punto que los que la rodeaban cesaban en sus propias risas sin saber bien lo que estaba ocurriendo.

                A Gloria le llevó muchos años el construir un cofre hermético con sus risas y sus sonrisas; en él encerró con llave los gritos de su marido, los enfados virulentos y gesticuladores, su desprecio por no ser una mujer audaz como las de algunos de sus amigos, el intento de infidelidad de él e incluso el intento de abandonarla por otra mujer cercana a la familia. Dentro de aquel cofre había varios compartimentos, en el segundo encerró las acusaciones de infidelidad de otros familiares hacia ella, e incluso sus desprecios. En el tercero encerró su hastío moral, su cansancio vital, el agotamiento del trabajo sin fin, de la asunción de las tareas más difíciles y complicadas, el cuidado de los hijos, los milagros para cocinar hasta cada final de mes. Y sobre todo encerró sus sueños, sus ilusiones, sus esperanzas. Aún quedaba un pequeño compartimento en el que encerró la esperanza de que sus hijos cuidaran de ella como ella anhelaba. Sus hijos escogieron caminos incompatibles con sus esperanzas; no la abandonaron, pero sus vidas no correspondían a lo que ella había deseado, y tampoco la convirtieron en la matriarca directora de hijos y nietos como había ocurrido con algunas de sus hermanas.

                En cambio sus ojos dejaron de mirar al presente y al futuro, se volvieron hacia el pasado, aquel pasado que pudo haber sido y no fue; se refugió en la idea de que su vida habría sido mucho mejor de no haber cometido el error de dejarse llevar por el orgullo en su juventud. Su vida se adornó con la nostalgia de aquel pasado que nunca fue, de la melancolía de que nunca sería, y aceptó la parte de cuidado que le brindaron sus hijos dejándose atender como si de una niña se tratara, no de una matriarca.

                Y así vivió, presa de su sonrisa como defensa y protección de una sociedad que no era la suya, de unas imposiciones de invisibilidad que nunca aceptó, de la angustia de que su vida nunca cambiaría, de la amargura de que pasaba por la vida sin ser ella, de no ser nada más que una sonrisa que iluminaba su rostro sin expresar casi nada, aceptando ser dependiente, objeto de burlas o de respeto. Gloria era una sonrisa que alegraba y acongojaba a partes iguales. Le gustaba sentarse en silencio hasta que la oscuridad del crepúsculo ocupaba la estancia. Cuando sus hijos la descubrían en la penumbra, solo encontraba palabras para decir que estaba bien así, que no pensaba en nada, que no le sucedía nada, que no se preocuparan.


               Aceptó todo lo que le sobrevenía sin rechistar, con la pasividad de quien no es nadie ni nada. A veces le bastaba sentirse acompañada sin hablar, sin participar, sin molestar, como una seta crecida en el salón sin saber cómo. No aspiraba nada más que a estar allí, y así vivió, dejándose alimentar, dejándose vestir, dejándose llevar de paseo, olvidando quién la visitaba, adentrándose cada vez más en el pasado.


                Y así se fue, en silencio, en soledad, sin molestar. Ella que nunca había sido nadie, se fue sin ser casi nadie y acompañada por casi nadie. Dejó su recuerdo y el dolor de su desaparición, a pesar de que se había convencido de que no sabía nada, no comprendía nada y de que no era nadie.



Comentarios

  1. Qué maravilla, querida Elvira, partir del cuento de Pardo Bazán hacia una reflexión del presente. Volveré a leer sus cuentos ahora que conmemoramos su centenario

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

La más recóndita memoria de los hombres. Mohamed MBOUGAR SARR

Castillos de fuego, Ignacio Martínez de Pisón

El corazón del cíclope, José Antonio Abella