FALLECIMIENTO DE MAMÁ



MAMÁ




En los años ochenta había una canción que decía: ”cuando un amigo se va, algo se muere en el alma. Todavía no he oído ninguna canción que diga que cuando los padres se van, el alma se muere. Seguramente más tarde renacerá, pero amputada de una gran parte que correspondía a los que te enseñaron a caminar y a mirar a la vida y al futuro.

Esa carencia de alma impide que se reconozca la falta de los seres queridos sin los que no hubieras podido existir. Esa misma carencia te impide reconocer que ya no están y te priva del mejor aplacamiento, el menor consuelo y el mejor aliento que trae el llanto.

Como el llanto no aparece, tus días pasan como si de un sonámbulo se tratara porque esperas el regreso de los que ya no volverán. Y un día crees verlos despedirse de ti y entonces comienzas a aceptar que el viajero se fue para siempre, que se fue físicamente, pero que siempre permanecerán en tu corazón y creerás verlos en los momentos en que deberás tomar decisiones o caminos pedregosos.

Tardé tiempo en aceptar que ya no discutiría con papá, ni me reconciliaría con él, como habíamos hecho tantas veces porque los dos teníamos caracteres fuertes y éramos testarudos. Cuando murió, le veía constantemente sonriendo y despidiéndose en la camilla que le había llevado al quirófano, hasta que un día pareció decirme: “ya no me esperes, me voy, continúo mi camino, pero siempre estaré contigo”. Otro día mi hermana me dijo: “Pensarás que estoy loca, pero a veces he visto a papá y me dice adiós”. Yo le respondí que no se preocupara porque eso no le ocurría sólo a ella porque en realidad, lo que ocurría era que se estaba despidiendo de nosotras. Mi hermano hablaba poco de ello, pero a veces se le quebraba la voz y no comprendía por qué y entonces le decía que era normal porque era su forma de expresar la emoción por la muerte de papá. No nos quedó más remedio que aprender a vivir sin él y a recomponer el orden familiar.

Hace tres días que ha muerto mamá porque el mal bicho se la llevó. El bicho microscópico que no se deja ver pero que muerde con tal fuerza que roba el aliento de la vida. Mamá se fue en un solo día y fue tan repentino que no supimos cómo reaccionar, más aun sabiendo que ni siquiera podríamos despedirnos de ella porque las normas de seguridad del confinamiento así lo disponían. La enterramos al día siguiente y me vi sola siguiendo el féretro pensando que tenía suerte de decirle el último adiós mientras mis hermanos permanecían confinados en sus casas.





Comenzó el sonambulismo viendo a mamá constantemente con su sonrisa cuando llegaba a la residencia y le gastaba bromas preguntándole:”¿Quién soy?”, o le decía “Buenas tardes señora” Y ella se reía y veía su alegría porque había ido a verla y a acompañarla; después subíamos al mirador porque en invierno había más luz que en el salón u cuando nos sentábamos en el sofá, alargaba la mano y me preguntaba:”¿Qué me has traído?” porque sabía que, a veces le llevaba las galletas que le gustaban para merendar, para remerendar porque ya lo había hecho en la residencia. Pero mamá comía bien y la segunda merienda no le impedía cenar bien. Le gustaba que la leyera historias de las revistas i las leyendas de Segovia, como también hacía mi hermano, porque le encantaba que le leyéramos historias. Y no ceso de verla decirme adiós cada vez que la dejaba en el comedor a medio día o por la noche, con su sonrisa de medio ciega porque aunque no me viera, sabía que yo estaba en la puerta diciéndole adiós.

Cuesta mucho aceptar que ya no pasearemos por la dehesa ni nos comeremos el helado de turrón que le gustaba tanto, ni que después, cuando se cansase diría: “Venga, vámonos”. ¿A dónde?, respondía yo. “No sé, a casa”, diría ella. Y yo parlamentaba con ella; “damos una vuelta a la dehesa y nos vamos, ¿vale?” y ella aceptaba porque la que se cansaría sería yo que empujaba la silla de ruedas, como también hacían mis hermanos.



Y el sonambulismo no es suficientemente potente para acallar la voz de indignación que me grita en el hígado que esta generación a la que le tocó sufrir tanto se está yendo, seguramente porque les llegó su hora, porque sus cuerpos se averiaron en algún lugar en su interior. Esta generación masculina que trabajó hasta la extenuación antes de conocer una vida tranquila. Esta generación femenina que se pluriempleo sin cobrar ningún sueldo sacando adelante a la familia, cosiendo hasta quemarse las pestañas, haciendo punto hasta que los dedos se les agarrotaba para que sus hijos fueran bien vestidos, pesar de las monjas que se quejaban porque íbamos bien vestidos; quizás hubiesen preferido que estuviéramos andrajosos y expusiéramos aún más nuestra pobreza.



¿Cómo aceptar que sólo nos quedan recuerdos de los cuidados cariñosos, los besos, los abrazos, del parchís nocturno, de las ralladuras de chocolate de los domingos, del encendido del picón para el brasero, de las recomendaciones efusivas para no meter la cabeza bajo las faldillas de la mesa camilla?

¿Cómo olvidar el amor de estos padres, a veces mal expresado porque en la dureza de sus vidas no aprendieron a querer ya que a veces ellos mismos en lugar de recibir ese cariño recibieron la obligación de trabajar, de intercambiar en el estraperlo, de esperar la comida que no llegaba, de sufrir humillaciones por ser pobres, de sufrir y sufrir sin poder llorar o absorberse las lágrimas hasta decir que ya no le quedaba ninguna más?





Cuando los padres se van, el alma se va con ellos y el insomnio se instala hasta que la razón se impone y nos obliga a continuar, a caminar y seguir los pasos de nuestras almas repitiendo lo que ellos hicieron, con nuestros hijos, nuestras familias y con nosotros mismos.

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