SEGOVIA Y SU ACADEMIA DE ARTILLERÍA (Elvira Martín)


María estaba tardando.
Lucía llevaba esperándola casi quince minutos y no le gustaba esperar porque se cansaba mucho estando de pie, no cesaba de moverse sosteniéndose primero sobre un pie y, después sobre el otro; sacaba su móvil del bolso y se apoyaba en la pared pues no se atrevía a hacerlo en ningún coche; tampoco a ella le gustaba que los demás se apoyaran en el suyo, por lo que cuando se sentía tentada de hacerlo recordaba aquella máxima grabada en su cerebro: “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”.

La espera le hizo impacientarse y mirar arriba y abajo esperando descubrir a su amiga y, como no la veía comenzó a observar la calle, aquella calle por la que había pasado tantas veces desde su niñez y, que comenzaba a no parecerse a los recuerdos que de ella conservaba.

La calle parecía una pequeña colina en cuya cima se encontraba la Academia de Artillería. Comenzaba con tiendas tradicionales, ahora substituidas por otras en las que se vendía cualquier cosa del tipo de “todo a cien”, consumibles informáticos o inmobiliarias; perduraba algún bar casi escondido en una esquina y, en la bajada permanecía un establecimiento público en el que se organizaban exposiciones; un solar en construcción y el tradicional estudio de Fotos París que, a veces, parecía estar cerrado. Continuaba hasta llegar al Azoguejo y también en aquel tramo, aparecían comercios modernos rodeando a los antiguos que, aún se mantenían en pie; uno de ellos era el bar al que iban algunas tardes a tomar una caña y, a merendar porque les encantaban sus abundantes y estupendos aperitivos. Sin embargo resultaba evidente que, una nueva época, un nuevo estilo y, una nueva ciudad surgían sobre la antigua.

La mirada de Lucía se inmovilizó en la Academia de Artillería. Aquella mole que recordaba de su infancia no guardaba ninguna relación con el edificio actual. La antigua se imponía con sus tonos grises y blancos, de granito y cal, vigilada por un soldado dentro de la garita, o delante de ella. La que en este momento contemplaba Lucía se asemejaba a una tarta de crema, nata y pistachos por sus colores salmón, blanco y verde; como si fuera un elemento de un cuento de niños, en lugar de un estamento tan serio como el militar.

Desde que el ejército disminuyó su presencia en Segovia, la ciudad ofrecía un aspecto menos marcial e incluso militarmente decadente; así ocurría con Intendencia, el Regimiento o el polígono de Baterías. Durante la niñez, Lucía siempre había pensado que Baterías era un lugar misterioso situado a las afueras de la ciudad, mientras que en la actualidad, cada vez que llegaba de Madrid, la veía situada a la entrada, junto a una gasolinera y el monumento al pastor, por lo que había perdido su aspecto misterioso para convertirse en algo anodino y casi sin sentido para un civil.

La Academia, a pesar de su transformación exterior, alimentaba la fantasía de Lucía. En su mente se mantenían las imágenes de oficiales entrando y saliendo de recepciones de gala y, soldados delante de la garita defendiendo y vigilando el acceso infranqueable para ella, una niña con los ojos plagados de admiración pero también de temor. Todo ese universo, le había sido transmitido a través de las mujeres de la familia. Las mujeres de la familia. Eran seis hermanas y un hermano; los padres habían trabajado mucho para mantener a los hijos y, habían tenido que superar muchas dificultades para llevar a cabo su empresa. Todos los hermanos debieron trabajar desde muy jóvenes para poder sobrevivir. Como a otros muchos, les tocó vivir una postguerra difícil en la que se carecía prácticamente de todo.

Apenas cumplidos los diez años, todas empezaron a trabajar para ganarse la vida. Unas cosiendo, otras sirviendo y otras soportando sus incipientes reumas en las lecherías. Y el hermano recogiendo papeles por las calles o haciendo mil cosas hasta que después del Servicio Militar, consiguió situarse como repartidor. El curso de la vida les fue ayudando a progresar y a situarse en un correcto escalafón social, viviendo de sueldos que conseguían estirar para llegar a final de mes.

Unos emigraron, otros cambiaron de ciudad, otros se quedaron, pero todos los hermanos debieron adaptarse y aprovechar las oportunidades que aparecían. Unos tuvieron más suerte y, otros un poquito menos; se enemistaron, se reconciliaron y, a veces, lamentaron el abandono voluntario de la relación fraternal que el hermano les impuso.

Aún recordaba la mirada atestada de nostalgia de una de sus tías hablando de su juventud. Como varias de ellas cosían, se ayudaban mutuamente a hacerse vestidos para salir más que decentemente. La madre de Lucía era una verdadera artista pues de cualquier trapo era capaz de crear prendas de ensueño que las hermanas lucían orgullosas a pesar de la costura de falsas medias dibujada en las piernas, por falta de medios para comprar las de verdad. Tardaron mucho tiempo más en poder adquirirlas. Aun así, las hermanas eran la imagen misma de la elegancia con porte altanero y rostros orgullosos. Así fue cómo Lucía supo que la diversión preferida de las jovencitas eran los bailes de los domingos en los jardinillos de San Roque; más de una vez bailaron con cadetes de la Academia de Artillería. O en los bailes de verano, en las fiestas de la Granja de San Ildefonso, a donde se desplazaban caminando, tanto a la ida como a la vuelta. Todas soñaban con seducir a algún oficial que las llevase al altar; eso les habría procurado un estatus social que difícilmente se conseguía alcanzar en aquellos tiempos. Ninguna de ellas lo consiguió a pesar de que años más tarde, alguna alojara a diversos militares de paso por la ciudad.

Estando de vacaciones en verano, Lucía había conseguido organizar una visita a la Academia con sus amigos. Se moría de impaciencia por penetrar en aquel vestigio del pasado tan importante para ella. Sufrió una gran decepción al comprobar que no entrarían en el edificio por la entrada principal, como suponía y esperaba, que no subirían los peldaños de la escalinata bordeada de árboles, sino por otra lateral mucho más pequeña y desprovista de la grandiosidad con la que soñara en la infancia. El grupo de amigos lo observaba todo con detenimiento, intentando no hablar demasiado alto ni ser irrespetuoso; en realidad, en el interior tenían la sensación de encontrarse en un lugar de recogimiento, de reflexión o incluso de oración. Y no era extraño puesto que, a pesar de las transformaciones que había experimentado, la Academia de Artillería conservaba estructuras del antiguo monasterio de San Francisco.

A Lucía le cautivó la maravillosa biblioteca. Nunca hubiera podido imaginar que tal joya se encontrase en el núcleo mismo de un gigante militar. Las mesas, las decoraciones, el mobiliario de madera, los grabados y, los ejemplares allí conservados, Incluso el Patio de Órdenes conservaba rastros de su pasado de claustro monacal. De repente descubrió que se encontraba sola en medio de aquella quietud y debió correr para alcanzar a los amigos que ya admiraban la capilla, discreta pero hermosa y, al igual que la biblioteca, la calidez ambiental pesaba sobre el mobiliario de madera cuidado casi hasta la obsesión.

Recorriendo los pasillos, subiendo y bajando las escalinatas, le parecía oír los pasos de los monjes, el roce de sus hábitos en el suelo, el murmullo de sus oraciones; incluso le pareció ver sus siluetas caminando en fila hacia la capilla, asistir al ritual de la misa, escuchar los cantos con voces armoniosas, salir silenciosos y dirigirse a sus tareas, al refectorio en el que comerían de nuevo en silencio mientras uno de ellos realizaba la lectura de algún texto religioso. Lucía se encontraba absorta en una doble realidad, una realidad paralela que sólo existía en su imaginación; un doble plano como el que tanto admiraba en Pedro Páramo, el libro del mexicano Juan Rulfo, el mismo que dio inicio a la literatura fantástica latinoamericana.

Lucía se preguntaba de qué manera los monjes habrían abandonado el convento obligados por la nueva política, por la desamortización de Sandoval del siglo XIX. Se preguntaba cuánto tiempo habrían tardado en llevar a cabo el traslado; suponía que su equipaje no habría sido desmedido puesto que también se suponía que no gozaban de muchos bienes materiales y terrenales. Trocaron su monasterio por una localización en la Judería donde quizás, rozaron el origen del cristianismo en las cercanías de la sinagoga allí existente. O quizá acrecentaran su proximidad al Creador en el silencio del Duratón, quebrado por los graznidos de los buitres.

Prácticamente fue el gran incendio de 1862 en El Alcázar, el que provocó el traslado del colegio militar desde allí hasta la Academia de Artillería después de que se realizaran enormes trabajos de reestructuración. No podía imaginar la fatiga del traslado, la colocación de expedientes, registros, materiales o armas, aunque todo se realizara progresivamente a lo largo de varios años, ocupando terreros, huertos, partes del convento y construyendo y adaptando la edificación.

Atrás quedaron los tiempos en los que Louis Proust comenzó a enseñar química y metalurgia en la Real Academia De Artillería de Segovia, -entonces en el Alcázar-, gracias a Carlos III y al Conde Félix de Gazola. Sus experimentos le llevaron a sentar las bases para establecer la teoría atómica de Dalton y publicar los dos tomos de Los Anales del Real Laboratorio de Química de Segovia en 1791 y 1796. También facilitó el nacimiento del Servicio Militar de la Aerostación. Desgraciadamente, parte de su legado desapareció durante la invasión de Napoleón Bonaparte.

Hasta el siglo XIX, los cadetes sólo estudiaron matemáticas, física, química y dibujo. Ya en el siglo XX a estas materias se añadieron otras propias de la ingeniería, de forma que los estudiantes ampliaran su formación para ejercer la ingeniería industrial en las fábricas militares españolas; para ello se habilitó un Departamento de Regimiento, Maestranza y laboratorio en el que también se realizaban fuegos de artificio para las prácticas de los estudiantes. A todo esto se le añadieron las enseñanzas militares, además de otras disciplinas de carácter social como la gimnasia, la esgrima y el baile. Podemos decir que los cadetes adquirían unos conocimientos teóricos, técnicos y sociales muy completos. No es de extrañar que así fuera, puesto que allí se formaron españoles ilustres e importantes, como el General Castaños que años después participaría en la batalla de Bailén.

Después vendrían las desavenencias con Don Miguel Primo de Rivera y se vería reestructurada en el primer tercio del siglo XX. Con la llegada de la Guerra Civil, se suspendieron las clases y, profesores y alumnos se incorporaron a los combates. La pequeña ciudad de provincias, aunque dirigida por la izquierda, no tardó en caer en manos de los insurgentes. Se prolongaron los combates en La Granja de San Ildefonso, Valsaín, el Espinar y San Rafael, pero resistieron poco tiempo.

Lucía volvió a la realidad y se maravilló al comprobar la cantidad de recuerdos que conservaba de aquel folleto informativo que su amiga María le había regalado, con motivo de la visita turística a la Academia militar, como se la conocía en la ciudad. De repente se dio cuenta de que las calles segovianas parecían estar vacías; echaba de menos el bullicio constante de su infancia, siempre encontraban militares, oficiales, cadetes o soldados. La población segoviana se componía además de los civiles, de gran cantidad de militares. Su madre, la segunda de las seis hermanas, le había contado en innumerables ocasiones cómo en los duros años de la postguerra, ella y sus hermanas seguían a los camiones de soldados que se dirigían a Intendencia hasta que estos se apiadaban de ellas y les lanzaban pan que caía sobre la nieve invernal y que ellas comían con avidez.

También Lucía conservaba pequeñas anécdotas de las vacaciones; siempre que se dirigía a casa de sus tías a comer o a dormir e inevitablemente pasaba al lado del Regimiento, escuchaba a los soldados y sus charlas en las cocinas mientras trabajaban; incluso sabía los menús que preparaban. Pero lo que más le gustaba era encontrarse con cadetes de paseo, pues le entusiasmaban sus uniformes impolutos, su aspecto tan elegante, respetable e incluso admirable; entonces le parecían jóvenes sumamente apuestos y le hubiera gustado sumarse a sus paseos.

María llegó en el momento preciso en el que se encendían las luces de la Academia. Las dos se miraron y se preguntaron si aquel día habría algún banquete, recepción, o una simple fiesta. No vieron ningún militar en las cercanías y tampoco se quedaron a comprobar si llegarían o no. Sin embargo, en la mente de Lucía aparecieron imágenes de oficiales bailando con damas elegantes mientras en las garitas vigilaban los soldados y por la calle paseaban jovencitas admirando las luces y deseando contarse entra las elegidas para acudir a la recepción del brazo de su apuesto oficial.




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