LA VEJEZ



Ana Mª decidió responder a Leopoldo. Hacía rato que hablaba pero no hizo ademán de escucharle hasta que, vagamente, distinguió el tono y el timbre en los que se suelen formular las preguntas. Como en realidad no estaba atenta a lo que su hijo le decía, le hizo repetir la pregunta. Tampoco esta vez la oyó puesto que su sordera contribuía a su aislamiento interior y exterior. Le ofreció una amplia sonrisa con la que ya resultaba imposible disimular la dentadura postiza, pero que continuaba iluminando su rostro al mismo tiempo que sus ojillos neblinosos por las cataratas, se henchían de picaresca acompañando a un gesto afirmativo y un apenas audible:”mmmmm”. 

Debió repetirlo porque Leopoldo no había comprendido bien .Leopoldo observó el gesto de la anciana y no pudo por menos que comparar aquella expresión risueña y pícara con la actitud que siempre había conocido en su madre; aquel semblante había constituido la mayor protección de Ana Mª ante la vida y ante el mundo. Resultaba imposible adivinar si era una  actitud de alegría, tristeza, decepción, indiferencia o cobardía. En cualquier caso constituía la máscara protectora de su jardín secreto. Tras él se ocultaban sus deseos, pensamientos y anhelos. Su discreción causaba la admiración de su entorno incapaz de penetrar tal resistente e imperceptible protección, como una cortina de humo ligera y opaca a cualquier indiscreción.

Durante días los hermanos se habían esforzado en explicarle que sus condiciones físicas no eran las mejores para vivir sola en una casa carente de familia y repleta de muebles. Por fin debió aceptar la evidencia, es decir, el vivir en una residencia junto a otras personas en sus mismas condiciones, donde las trataban casi como a niños y los cuidaban atendiendo a cualquiera de sus necesidades. Y ante tal constatación, recuperó su sonrisa, el brillo de sus ojos y su máscara para en lugar del acostumbrado:”mmmmm”, atreverse con un: ”Aquí estoy bien atendida”.

En los siguientes días durante las visitas, dirigía sus ojos nublados a sus hijos y profería: ”Qué ganas tengo de ir a mi casa”. La primera vez la desazón envolvió a sus hijos, sin embargo tras varios días escuchando el mismo argumento, comprendieron que la máscara se había puesto en marcha y temiendo expresar sus deseos y disgustar a sus hijos, en realidad estaba diciendo ”Quiero despedirme de mi casa”.Antes de poder penetrar en la vivienda debieron sortear algunos obstáculos como el ascensor o la puerta de entrada, por lo que solo a duras penas, pudo entrar la silla de ruedas. Leopoldo apartó los muebles que estorbaban en el desplazamiento y llevó a la anciana de habitación en habitación. Ana Mª lo observaba todo durante algunos momentos, recorría las habitaciones con la mirada y acto seguido solicitaba ir a otra dependencia. Leopoldo se ejecutaba sin rechistar y le explicaba que desde hacía semanas no habían podido limpiar y por eso, parte de los muebles estaban cubiertos de polvo; a menudo pensaba en ello sin haber sido capaz de encontrar el momento de recoger la ropa que continuaba más que seca en el tenderete. Por último, fueron al salón en el que la televisión mantenía el silencio desde que ella se fue. 


Permanecieron allí más tiempo que en el resto del piso; Leopoldo no comprendía muy bien por qué continuaban allí, pero tampoco se atrevió a apresurarla, quería respetar su silencio y su despedida. Se preguntaba qué estaría pasando por su cabeza cubierta por la nieve de su cabello, aquel cabello que su hermana menor adoraba de niña, que peinaba interminablemente y que acariciaba como si quisiera resarcirse de los comentarios de su padre que tanto la hacían sufrir: ”Tú no eres hija nuestra, te abandonaron unos gitanos y nosotros te recogimos y te trajimos con nosotros”. ¡Cómo lloraba cuando le decía aquello y cómo se reía el padre con la broma gastada!. Él no podía comprender que para su hija no constituía ninguna broma sino que se lo tomaba muy en serio y sufría por ello; aquella era la razón por la que buscaba a su padre con la miraba cada vez que caminaba por el pueblo. Tuvo que crecer mucho para comprender, aceptar y asimilar, que se trataba únicamente de una broma hecha por un padre inconsciente de la desazón que causaba en su hija.

Ana Mª miraba a su hijo sin verle. Muchas veces había pensado que con tantas cosas vividas a lo largo de la vida, se le había agotado la capacidad del llanto y sin embargo, descubrió que se le humedecían los ojos y para ocultarlo dijo:” hay que ver qué ojos tengo, me pican y me lloran”. Leopoldo sabía que habitualmente así era, pero también sabía que en esta ocasión era la emoción la que aparecía inesperadamente, por lo que se limitó a darle un pañuelo y a preguntarle si quería que le aplicara un colirio que aligerase su sequedad. Ana Mª no respondió porque estaba de regreso a su mundo interior. Ante ella estaban sentados sus nietos merendando o comiendo ante la mirada atenta de la abuela solícita a cualquier deseo que tuvieran.

Escuchó voces y se giró para ver a todos sus hijos alrededor de la mesa comiendo, hablando, riendo, relamiéndose ante los apetitosos platos servidos. Se escuchó a sí misma diciendo a sus hijas que prepararán el café, que sirvieran a los hombres. Las vio protestando por tanto deseo de trato de favor  y. volvió a girarse; se vio a sí misma de otra vez mirando a su marido sentado en el sillón ante ella; recordó todas las veces que había deseado que desapareciera, todas las veces que sin emitir un solo sonido le había dicho todo lo que pensaba de él y de su vida junto a él; se vio al borde de las lágrimas casi imposibles de retener porque siempre había sido incapaz de oponerse a él, a su autoridad, a su posición de poder marital; recordó cada una de las veces en que se enfadó con ella y la recriminó de tal forma que temió que pasara a las manos, aunque nunca lo hizo; sin embargo la humillación ejercida con el poder le dolía casi más que el dolor que le hubiera podido causar físicamente. Finalmente, vio el sillón vacío y echó de menos a ese mismo marido porque, al menos cuando aún vivía, tenía compañía y no estaba sola en casa esperando a que sus hijos tuvieran tiempo para visitarla u ocuparse de ella. 

Se preguntaba qué habría sido de ella si Leopoldo no hubiera vivido cerca. A lo mejor habría sido desgraciada, o habría frecuentado más a sus hijas, o quizá se hubiera esforzado en valerse por sí misma; a lo mejor incluso habría conseguido hallar una felicidad más individual, pero más plena socializándose con los demás; le hubiera gustado perder el miedo a la gente, a las relaciones. Con tantos años de matrimonio, se había acostumbrado a hacer lo que se esperaba de ella sin buscar su propia felicidad; su vida era la felicidad de sus hijos y del marido que mientras estuviera tranquilo, también ella lo estaría; nunca le reconoció los momentos en los que se preocupaba por ella, en los que le hacía regalos, en los que quería lo mejor para ella, porque venían de un casi amo que la apreciaba mientras ella obedeciera, o al menos así lo percibió ella siempre. Tantas incógnitas carecían de respuesta; ya no había tiempo para solucionarlas. Se llevó de nuevo el pañuelo a los ojos, se los enjugó largamente y dijo: ”Ya podemos irnos”.
De regreso a la residencia, cuando Leopoldo se despedía de ella hasta la siguiente visita, le dijo: ”Aquí estoy bien atendida” y Leopoldo no supo si lo decía para convencerse a sí misma o si realmente lo sentía. Le dio un beso y le sonrió antes de despedirse de ella hasta el próximo día.

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