Los Ausentes
LOS AUSENTES
Me he rezagado del grupo que abandona el camposanto y arrebujada en el abrigo,
recorro las tumbas conocidas y desconocidas. El mes de febrero está bastante
adelantado y comienzan a vislumbrarse los primerísimos rasgos de una primavera
que aún se hará esperar. La tumba de los abuelos me hace detenerme; nunca había
conseguido rezar como se supone que hay que hacerlo, sin embargo hoy, siento la
necesidad de hablar con ellos; siento la extraña sensación de que me escucharán
y de que, si lo desearan, podrían aclararme las incógnitas existentes en la
familia. Les hablo de mi infancia y de los retazos de la infancia de mi madre
que ella misma nos ha contado en numerosas ocasiones; me debato entre la
costumbre de querer a mi abuelo, tal y como me han enseñado, o de despreciarlo tal como el aire pre primaveral me sugiere.
Me entristece no recibir ninguna respuesta y por ello, continuo mi
camino.
Llego al rincón de los fallecidos en un terrible desastre
inmobiliario que marcó mi niñez. Los miro y pienso que desde hace algún tiempo,
estoy asistiendo a la desaparición de una época, la de la generación que me
había precedido. Llevo meses
presenciando y leyendo noticias en periódicos y telediarios: escritores,
artistas de todos los géneros, políticos. Personas que marcaron mi infancia y
juventud, que me hicieron soñar, enardecerme, construir pensamientos,
preferencias y prioridades. Todos ellos contribuyeron a construir mi “yo”
social y personal.
Todos ellos me están abandonan en un limbo confuso, en el
que no encuentro las referencias que me
habían dirigido a lo largo de mi vida. No siempre reconozco las nuevas
referencias, y me cuesta aceptarlas como válidas. Mi madre me hubiera dicho que
eso es lo que conllevan los años y el hacerse mayor. Recuerdo todas las
sentencias que le he oído y que, ahora, me hacen sonreír tentándome con adoptarlas
como propias: “Cuando llegues a mi edad, ya verás; ¡Si pudiera nacer de nuevo sabiendo lo que sé ahora!”. Y tantas
otras.
Sin darme cuenta, me encuentro ante la lápida de mi padre;
no puedo evitar enternecerme al mismo tiempo que recibo la punzada de la
incomprensión por su desaparición. Hace años que nos ha dejado y no obstante, en
ningún momento he sentido que se haya ido definitivamente. Constantemente le siento
cerca de mi, siento una especie de presencia incorpórea que me envuelve, que me
da la protección que siempre había deseado a pesar de haber adoptado el papel
de mujer fuerte, inquebrantable, capaz de sobrepasar cualquier dificultad,
capaz de sobreponerme de cualquier disgusto. Su áurea me acompaña y me da
fuerzas para proseguir mi vida sin flaqueza. Ese sentimiento me lleva a
detenerme y hablar con él, igual que lo he intentado con los abuelos; le
pregunto por todas las incógnitas que ha dejado sin resolver. Nuestra familia
tuvo que recomponerse porque su ausencia desplazó las figuras del tablero de
ajedrez, en el que evolucionábamos cada uno de nosotros dentro de nuestras
atmósferas personales, y familiares.
Levanto la cabeza y me descubro ante de la lápida de
Juanita. Su foto sonriente me invita a reflexionar sobre la condición natural
de los padres; es imposible que acepten la ruptura del ciclo vital, especialmente si es
provocado por voluntad propia. ¿Cómo recomponer un tablero en el que una de las
figuras decide abandonar, por voluntad propia, las reglas del juego al que le
resultaba imposible jugar? La incomprensión, la dejadez y el miedo, parecen
conducir al mantenimiento perpetuo de
heridas que no se sabe cómo cerrar;
quizá porque el remedio resulte incluso más doloroso que el temor en el que se
ha vivido durante años; es decir que pareciera mucho más llevadero el sufrimiento
que el remover familias completas, variar normas que se aceptaron por válidas,
aun provocando desesperación. Pareciera que se prefiera admitir y aceptar la
presencia constante del minotauro en el centro del laberinto familiar
devorando, no ya la carne, sino el espíritu
joven de los inocentes.
Me acerco a la puerta del recinto, observo al grupo que lo
abandona. Lo observo en su formación de parejas o micro grupos; no se oyen
lamentos ni lloros. Supongo que las conversaciones irán de las jocosas a las
tristes; adivino los temas; la injusticia de la vida; la falta de preparación
para enfrentarse a la muerte. Y por otro lado, los comentarios alegres de los
últimos acontecimientos; risas que no hacen sino evitar la tristeza del momento
y salir airosos del trance.
Acelero el paso ante el aviso del inminente cierre de las puertas de la necrópolis. Una vez traspasadas, me estremezco al pensar en el frío que, sin duda, reina en el interior de una tumba. Vuelvo a estremecerme cuando, inesperadamente, vislumbro el atractivo y sonriente rostro de Pablo superpuesto a la esquelética faz de las últimas semanas. Miro a lo lejos y me parece que una dudosa quimera me conducía a la infancia compartida con él.
Mi mano flaquea en una rebelde resistencia; rehúsa transcribir sentimientos, sensaciones y pensamientos placenteros, ahora lacerantes. Me tomo unos momentos y dejo que su espíritu me conduzca de regreso a una ciudad de provincias en la que los dos crecimos. Aquellos tiempos en los que el parentesco fraternal de las madres nos hizo compartir meriendas, saborear melocotones recogidos de los árboles; aquellos melocotones blancos cuyo sabor se diferenciaba tanto de los amarillos, comprados habitualmente; las tardes de verano en las que nos visitábamos después de la siesta; las narraciones de experiencias vividas en colegios de frailes y monjas; las misas de los domingos en las que fisgoneábamos buscando modelos inasequibles para nuestros modestos bolsillos, pero recreados por los dedos costureros de nuestras madres. Las ferias de mayo y septiembre, comiendo berenjenas de Almagro o pinchitos morunos.
La adolescencia nos separó y el reencuentro posterior,
años más tarde, nos recordó que ni un mínimo segundo de la infancia había
perecido, ni en nuestras memorias ni en nuestros corazones. Pablo continuaba
ofreciendo su maravillosa sonrisa, su buen humor y su cariño constante. Sin
embargo, Cronos envidiaba la armonía y nos
separó de nuevo. Esta vez, el trabajo, las bodas, los hijos, marcaron tiempos
dispares para cada uno. El núcleo familiar se fue cerrando hasta que el
desconcertante Apolo viajó, rodeó a
Pablo con su brazo maléfico, y le emponzoñó con el mal que le arrastraría meses
más tarde. Apolo envidiaba la cordialidad, el humor y la alegría que arrebató
sin compasión, hasta llevarse a su víctima al reino del oscuro Hades, reino del
que ya no regresaría.
Un grito me devuelve a la realidad. Faltaban pocos
milímetros para golpearme la cabeza contra uno de los inmensos cipreses, que se
había interpuesto en mi camino; en realidad, el hilo de mis pensamientos me
había apartado de la senda y avanzaba por el parque aledaño. Me bastan pocos pasos para alcanzar al grupo;
me sitúo junto a Jonás y paso mi brazo sobre sus hombros. ¡Qué nombre tan
curioso! Recuerdo el nombre del profeta que volvió a la vida después de haber
pasado tres días y tres noches en el vientre de una ballena. Sabemos que En
Moby Dick, Herman Melville identificó a este fabuloso animal con el temible
Leviatán, el monstruo marino de forma indefinida entre pez, serpiente y
cocodrilo. Este terrible monstruo nos llegó de la mano de los fenicios y de la
Biblia como el caos primitivo, el cataclismo terrible capaz de alterar el orden
del mundo. La Edad Media nos lo representó como la entrada de los infiernos,
pues por sus terroríficas fauces abiertas, se perdían las almas de los
fallecidos. Y sin embargo, Jonás sobrevivió. Sobrepasó el miedo inicial que se
tenía a sí mismo, y a la grandeza que podría desarrollar en el futuro; abandonó
el calor y la placidez del vientre protector y volvió al mundo, a la vida.
Estrecho los hombros de Jonás con fuerza forzándole a
levantar la cabeza, y observo los inmensos ojos de su padre, la maravillosa
sonrisa que iluminaba la candidez de su rostro, la confianza de su carácter.
Jonás nos trae de vuelta a su progenitor, y en aquel momento, comprendí que
Pablo seguiría entre nosotros durante largos años. También Carmen y Manuel preservan
tal extraordinaria mirada y otros retazos: los ojos, los mohines, la redondez
del rostro.
Por fin, me acerco a Marta que sonríe y llora al mismo
tiempo. Marta de abrazos fáciles y cariño espontáneo. Nos prometemos contacto
asiduo, no puedo evitar el preguntarme si lo conseguiremos, o si por el
contrario, lo olvidaremos igual que hicimos en el momento de la desaparición de
Juanita. Con ella sentí la imperiosa necesidad de ayudar a los jóvenes
parientes, a darles la oportunidad de madurar, de conquistar la independencia
personal. Hoy, en cambio, siento la igualmente imperiosa necesidad de recuperar
una infancia ya lejana, de reconciliarme con ella, y de emular a Jonás
reviviendo y aceptando el mundo que vendrá.
Llegamos a los coches que nos devolverán a nuestros
hogares; intercambiamos teléfonos y direcciones electrónicas. Antes de
arrancar, observo a los que se han puesto en marcha y expreso el vehemente
deseo de que, en verdad, lleguemos a recuperar los años perdidos; así pues,
como si de una injuria se tratase, reformulo las frases aprendidas y repetidas
tantas veces en las iglesias:” Nuevas tecnologías, escuchadnos. Nuevas
tecnologías, salvadnos. Nuevas
tecnologías, dadnos la paz!”.
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